11.30 am. Acaba de empezar su turno. Lleva el delantal recién ajustado, el gloss aún jugoso en los labios y la cofia bien puesta, sin ningún pelo fuera de órbita. Gran trabajo de horquillas, con semejantes rizos, que admiro inmediatamente. Camina despacio, con esa parsimonia que tienen los caribeños, aún no se ha intoxicado de Madrid y de vida moderna. Se agacha a recoger una taza vacía, y cruzamos una mirada fugaz, tan sólo un instante antes de que las aletas de su nariz se dilaten.
Le ha olido y sabe que se acerca. Se acaba de transformar en hembra.
Contiene la sonrisa, salvo en sus ojos. Se levanta con elegancia, afectando indiferencia y concentración en su trabajo. Un instante más tarde, la invade la indignación, y el miedo, cuando él pasa de largo sin mirarla, directo a la zona de bebidas, y empieza a recargar el frigo con botellas de agua.
Por un momento, no entiendo el juego. Ella no es hembra que se conforme con un desplante. Y él, un solterón a punto de jubilarse.
“¿Por qué me llamabas ayer?” Retuerce el trapo de limpiar con sus dos manos. Aún sonríe con toda la picardía y la ingenuidad que el miedo le dejan, y contonea sus caderas de manera automática y nerviosa. Me recuerda a una niña a la que le preguntan la lección y no ha estudiado.
“¿Por qué va a ser? Pues por la copa que nos debemos tú y yo, pero como tú no quieres contestar, pues ya está, déjala”.
Y se va. Se lleva con él sus 60 kilos de peso, su pelo medio largo, una incipiente joroba, algo de cabreo y bastante resignación. Se va, sin embargo, sin malos humos. Me da que no es la primera que no le cogen el teléfono.
Ella sonríe triunfante y coqueta. Sabe que la batalla no está perdida. Por un momento, no obstante, sus ojos dudan “¿y si se cansa de insistir? ¿y si se piensa que juego con él?” Pero la hembra sabe perfectamente que, una vez pasado el enfado, dos miradas cómplices los llevarán de nuevo al mismo terreno. Y no piensa ser nada fácil.
La envidio mientras camina por la sala, sintiéndose la princesa del día. Llaman a embarcar a mi vuelo. Intento buscar su mirada, quiero que sepa que sé.
Por un momento, no entiendo el juego. Ella no es hembra que se conforme con un desplante. Y él, un solterón a punto de jubilarse.
“¿Por qué me llamabas ayer?” Retuerce el trapo de limpiar con sus dos manos. Aún sonríe con toda la picardía y la ingenuidad que el miedo le dejan, y contonea sus caderas de manera automática y nerviosa. Me recuerda a una niña a la que le preguntan la lección y no ha estudiado.
“¿Por qué va a ser? Pues por la copa que nos debemos tú y yo, pero como tú no quieres contestar, pues ya está, déjala”.
Y se va. Se lleva con él sus 60 kilos de peso, su pelo medio largo, una incipiente joroba, algo de cabreo y bastante resignación. Se va, sin embargo, sin malos humos. Me da que no es la primera que no le cogen el teléfono.
Ella sonríe triunfante y coqueta. Sabe que la batalla no está perdida. Por un momento, no obstante, sus ojos dudan “¿y si se cansa de insistir? ¿y si se piensa que juego con él?” Pero la hembra sabe perfectamente que, una vez pasado el enfado, dos miradas cómplices los llevarán de nuevo al mismo terreno. Y no piensa ser nada fácil.
La envidio mientras camina por la sala, sintiéndose la princesa del día. Llaman a embarcar a mi vuelo. Intento buscar su mirada, quiero que sepa que sé.
Imposible. Está enamorada.
3 comments:
Ummmm, es genial el jueguito de los contoneos!!
Oye betty boo, como tu estas??
Toy bien, aunque ahora mismo me pillas con la regla y migraña, dispuesta a pasar la tarde en el sofá con mis bombones, mi griego y mi perro. Y vos?
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