Tuesday, December 19, 2006

Adictos a los papeles de colores

Imagina que te levantas y tienes una hoja blanca delante.
Que no existen los despertadores.
Que nadie te obliga a vestir de gris si lo que te apetece es un poncho morado y una falda verde.
Que no hay cartero con facturas a las 10.
Que puedes salir de tu casa y caminar cuatro horas sin pararte en un solo semáforo.
Que la comida no viene en envoltorios de plástico.
Que tienes tiempo para pensar qué es lo que quieres hacer hoy.
Que un lunes no es distinto de un viernes.
Que la frustración ajena no la sientes como propia.
Que no te ahogas repitiendo un trabajo que alguien creó para ti.
Que no te tienes que conformar con las cartas que te tocan.
Que sonreír no es algo aprendido en seminarios de pensamiento positivo para empresas


Se lo han montado bastante bien.
Nos han convertido en drogadictos.
Y haremos todo cuanto está en nuestra mano para mantener nuestra adicción. Incluso malgastar nuestras vidas en un trabajo que no hemos ideado, llegar a casa demasiado agotados como para hacer nada creativo y sentirnos mal si no nos suben el sueldo, o si nuestro amigo tiene un trabajo mejor.
Mientras los amos, o los chulos, llenan sus arcas.
El capataz que nos da los latigazos se llama Publicidad.
Ya no es pan y vino. Es restaurante de moda japonés y vacaciones en Jamaica.
O una vida virtual en Internet (Second Life). Hay que joderse.

Son inteligentes. Han conseguido que nuestra adicción sea lo suficientemente compleja como para no llegar a odiar al amo. Nos odiamos entre nosotros.
Ya no vivimos en los establos de su casa: ahora nos da papeles de colores a cambio de nuestras vidas para que nos las tengamos que ingeniar y buscar una. Se deshace con abono de avaricia del contacto directo con los que sustentan la suya. Genera recelos que nos mantienen con la cabeza gacha, sin otear las fronteras la plantación de algodón.
Estamos tan envenenados deseando la televisión de plasma de nuestro compañero de trabajo, tan convencidos de que la felicidad está en 5000 libras más al año, que ni siquiera nos planteamos que hay más alternativas que la conformidad y más caminos que el que el capitalismo nos ha marcado.

Lo triste es que este discurso no suene más que a basura pesimista. Mis conocidos me exigen que sea positiva, que intente emplear mi creatividad en el trabajo. Que si me siento ahogada es sólo cuestión de actitud mental.
En parte, estoy de acuerdo.
Mis amigos me escuchan con la compasión que sólo despiertan los condenados.
Nadie me cree cuando digo que, a pesar de todo, soy feliz.
Simplemente creo que la esclavitud es algo denigrante.

¿Exagero?