Nos miras con la tristeza de las puertas cerradas –por ti-, mientras te convences de que lo nuestro no es lo normal, ni está bien. Reírnos tanto debe de ser pecado.
Disimulas soltura cuando pides un zumo en vez de una cerveza. Te recuerdo que aún tengo sin acabar aquella botella de vodka caro de hace cinco años y me miras asustada, con el terror que provoca el arrepentimiento. Pero él te ha entrenado, y recobras la compostura, y haces como que te ríes de aquellas insensateces adolescentes e insanas. Ahora sólo tomas comida orgánica, me recitas las calorías de mis magdalenas gigantes y llevas tres años sin probar el alcohol.
Le mientes cuando te pregunta dónde estás. Y nos pides despavorida que te llevemos cuanto antes a casa.
Me llamas cada dos días, a escondidas, desde el teléfono del trabajo para que no te pueda rastrear las facturas. No hablas de nada, pero necesitas recordarte que aún no has perdido el contacto con el mundo.
Aparentas fascinación ante la idea de pasarte el sábado limpiando la casa y mirando al techo. Rechazas todas mis ofertas con la impotencia de los esclavos.
Tenéis una cita en Agosto con el cura y tu vestido blanco y la futura suegra que te trata como a una puta -lo he visto-. Y nosotros estaremos allí, con ropa elegante y los puños cerrados, observando impávidos tu destrucción. Seré la madrina de alguno de tus hijos, ésos que él quiere que tengas cuanto antes para aliviarte la necesidad de hablar con nadie más. Aprenderás su infernal idioma, las recetas de su madre y morirás con el alma amoratada y sola.
Dime, por favor, cómo coño te desprogramo. Cómo despierto a la jovencita que me obligaba a beber vodka con pimienta y me arrastraba a las fiestas del lago.
Cómo te digo que la tranquilidad está al alcance de un “vete a paseo, pedazo de freak sexista”.
Que las únicas normas son las que te impones tú, no tu padre ni tu cultura, y que la vida no acaba a los 22.
Que nadie te puede ordenar cuándo casarte, dónde vivir, cuándo tener hijos, cómo comer, cómo dormir, o cómo follar.
Y que aunque no te ponga la mano encima, cariño, ese pedazo de cabrón te está maltratando.
Thursday, May 31, 2007
Wednesday, May 30, 2007
Flaca
Pues sí (vengo a quejarme, aviso).
Y también mortecinamente pálida, propensa a las úlceras, de piel angustiosamente sensible, piernas y brazos desproporcionados, dedos finos –de pianista, que me gusta decir, en vez de esqueléticos- y cuello retráctil. Qué se le va a hacer: mi abuela paterna y las curvas que le hicieron Miss Barcelona se fueron con ella, y yo heredé de mi madre el cuerpo enjuto, el humor negro, la risa fácil y una adicción bastante preocupante al chai y al olor a gasolina.
Ése es mi palo. Para que quede claro, vendería mi alma al diablo y a sus primos por tener el cuerpo de Scarlett Johanson. En un entorno familiar en el que Sofía Loren presidía el santoral (mi madre y su enjuto cuerpo se fueron antes de la cuenta), siempre me quedó clarito que mis huesos eran más que esperpénticos. Tanto, que la primera vez que alguien le echó un piropo a mi culo -en el resto del mundo la que triunfaba era una tal Kate Moss-, lloré tres días seguidos pensando que lo habían dicho con crueldad.
También me pasé dos años probando todas las dietas hipercalóricas del mundo, durmiendo siesta obligatoria –un suplicio para los seres hiperactivos que con 5 horitas de sueño al día estamos como una rosa-, embutiéndome por las noches boles llenos de frutos secos con miel, rebañando por obligación el aceite y el vinagre sobrantes de la ensalada con media barra de pan. Etecé, etecé, etecé. Total, para engordar dos kilos y aumentar un cuarto de talla de sujetador, como mucho. Así que un día decidí que a la porra, que nunca iba a ser Jennifer López, y que Audrey Hepburn era flaca y aun así los chicos la veían muy mona. Me costó siglos volver a contemplar la comida como un placer, y no una obligación.
Y una pensaría que a los 26 años ya, y con un novio estupendo que le relame los huesos, lo que le diga la gente se la refaninfla. ¡¡¡¡Juas!!!! Pues no. Maldito Hollywood. Ayer mi jefe me dijo que a ver si como más, que estoy muy flaca, y me dejó hecha polvo. ¡Él!Que mide 1.60, es calvo, lleva gafas y tiene menos gusto para vestir que Elton John. En serio. También tiene -para mitigar los impulsos suicidas, supongo- un Aston Martin, un Porsche, un Lamborghini y dos conejos, pero ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Arrggggg. Así que he decidido concentrar mi furia aquí y defender a los flacos. NO NOS GUSTA ESTARLO. Si yo jamás le diría a alguien con sobrepeso que me está dando dentera y que por favor se ponga a dieta ya, ¿por qué coño la gente se cree que advertirle a un flaco que da asquito mirarle y que coma más resulta menos ofensivo? ¿Por qué si un día no tengo demasiada hambre y apenas pruebo bocado la peña intercambia miradas de “ésta es medio anoréxica, así está...”? Me sé todos y cada uno de los síntomas de la bulimia y de la anorexia, porque sé que cuando eres chica y flaca te miran con microscopio. Hasta hace poco, si tenía ganas de mear justo después de comer, esperaba una hora antes de ir al baño, después de que a eso de mis quince años la madre de una amiga le sugierese a mi padre si la ternera no me engordaba lo mismo que a la morsa de su hija era seguramente porque la vomitaba. ¡!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Y lo que más me jode todo es que toda esta mierda es súper sexista. Nikos -el que me relame los huesos- come desporporcionadamente. Hasta mis colegas, chicarrones del norte que se zampan un chuletón con el café por las mañanas, tienen dificultades para seguirle el ritmo. Y aun así, es también un saquito de huesos. Pero nadie se mete con él, ni sospecha de desórdenes alimenticios, ni le echa la bronca si en una etapa de estrés adelgaza un poco más. Simplemente porque la gente entiende que lo suyo es metabolismo. Sólo que como yo tengo dos cromosomas X, resulta que estoy flaca por gusto y premeditación.
La vida es injusta.... y mi jefe se va a enterar: mañana mismo le compro un espejo;)
Y también mortecinamente pálida, propensa a las úlceras, de piel angustiosamente sensible, piernas y brazos desproporcionados, dedos finos –de pianista, que me gusta decir, en vez de esqueléticos- y cuello retráctil. Qué se le va a hacer: mi abuela paterna y las curvas que le hicieron Miss Barcelona se fueron con ella, y yo heredé de mi madre el cuerpo enjuto, el humor negro, la risa fácil y una adicción bastante preocupante al chai y al olor a gasolina.
Ése es mi palo. Para que quede claro, vendería mi alma al diablo y a sus primos por tener el cuerpo de Scarlett Johanson. En un entorno familiar en el que Sofía Loren presidía el santoral (mi madre y su enjuto cuerpo se fueron antes de la cuenta), siempre me quedó clarito que mis huesos eran más que esperpénticos. Tanto, que la primera vez que alguien le echó un piropo a mi culo -en el resto del mundo la que triunfaba era una tal Kate Moss-, lloré tres días seguidos pensando que lo habían dicho con crueldad.
También me pasé dos años probando todas las dietas hipercalóricas del mundo, durmiendo siesta obligatoria –un suplicio para los seres hiperactivos que con 5 horitas de sueño al día estamos como una rosa-, embutiéndome por las noches boles llenos de frutos secos con miel, rebañando por obligación el aceite y el vinagre sobrantes de la ensalada con media barra de pan. Etecé, etecé, etecé. Total, para engordar dos kilos y aumentar un cuarto de talla de sujetador, como mucho. Así que un día decidí que a la porra, que nunca iba a ser Jennifer López, y que Audrey Hepburn era flaca y aun así los chicos la veían muy mona. Me costó siglos volver a contemplar la comida como un placer, y no una obligación.
Y una pensaría que a los 26 años ya, y con un novio estupendo que le relame los huesos, lo que le diga la gente se la refaninfla. ¡¡¡¡Juas!!!! Pues no. Maldito Hollywood. Ayer mi jefe me dijo que a ver si como más, que estoy muy flaca, y me dejó hecha polvo. ¡Él!Que mide 1.60, es calvo, lleva gafas y tiene menos gusto para vestir que Elton John. En serio. También tiene -para mitigar los impulsos suicidas, supongo- un Aston Martin, un Porsche, un Lamborghini y dos conejos, pero ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Arrggggg. Así que he decidido concentrar mi furia aquí y defender a los flacos. NO NOS GUSTA ESTARLO. Si yo jamás le diría a alguien con sobrepeso que me está dando dentera y que por favor se ponga a dieta ya, ¿por qué coño la gente se cree que advertirle a un flaco que da asquito mirarle y que coma más resulta menos ofensivo? ¿Por qué si un día no tengo demasiada hambre y apenas pruebo bocado la peña intercambia miradas de “ésta es medio anoréxica, así está...”? Me sé todos y cada uno de los síntomas de la bulimia y de la anorexia, porque sé que cuando eres chica y flaca te miran con microscopio. Hasta hace poco, si tenía ganas de mear justo después de comer, esperaba una hora antes de ir al baño, después de que a eso de mis quince años la madre de una amiga le sugierese a mi padre si la ternera no me engordaba lo mismo que a la morsa de su hija era seguramente porque la vomitaba. ¡!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Y lo que más me jode todo es que toda esta mierda es súper sexista. Nikos -el que me relame los huesos- come desporporcionadamente. Hasta mis colegas, chicarrones del norte que se zampan un chuletón con el café por las mañanas, tienen dificultades para seguirle el ritmo. Y aun así, es también un saquito de huesos. Pero nadie se mete con él, ni sospecha de desórdenes alimenticios, ni le echa la bronca si en una etapa de estrés adelgaza un poco más. Simplemente porque la gente entiende que lo suyo es metabolismo. Sólo que como yo tengo dos cromosomas X, resulta que estoy flaca por gusto y premeditación.
La vida es injusta.... y mi jefe se va a enterar: mañana mismo le compro un espejo;)
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