Monday, September 21, 2009

love is in the air


11.30 am. Acaba de empezar su turno. Lleva el delantal recién ajustado, el gloss aún jugoso en los labios y la cofia bien puesta, sin ningún pelo fuera de órbita. Gran trabajo de horquillas, con semejantes rizos, que admiro inmediatamente. Camina despacio, con esa parsimonia que tienen los caribeños, aún no se ha intoxicado de Madrid y de vida moderna. Se agacha a recoger una taza vacía, y cruzamos una mirada fugaz, tan sólo un instante antes de que las aletas de su nariz se dilaten.


Le ha olido y sabe que se acerca. Se acaba de transformar en hembra.


Contiene la sonrisa, salvo en sus ojos. Se levanta con elegancia, afectando indiferencia y concentración en su trabajo. Un instante más tarde, la invade la indignación, y el miedo, cuando él pasa de largo sin mirarla, directo a la zona de bebidas, y empieza a recargar el frigo con botellas de agua.

Por un momento, no entiendo el juego. Ella no es hembra que se conforme con un desplante. Y él, un solterón a punto de jubilarse.

“¿Por qué me llamabas ayer?” Retuerce el trapo de limpiar con sus dos manos. Aún sonríe con toda la picardía y la ingenuidad que el miedo le dejan, y contonea sus caderas de manera automática y nerviosa. Me recuerda a una niña a la que le preguntan la lección y no ha estudiado.

“¿Por qué va a ser? Pues por la copa que nos debemos tú y yo, pero como tú no quieres contestar, pues ya está, déjala”.

Y se va. Se lleva con él sus 60 kilos de peso, su pelo medio largo, una incipiente joroba, algo de cabreo y bastante resignación. Se va, sin embargo, sin malos humos. Me da que no es la primera que no le cogen el teléfono.

Ella sonríe triunfante y coqueta. Sabe que la batalla no está perdida. Por un momento, no obstante, sus ojos dudan “¿y si se cansa de insistir? ¿y si se piensa que juego con él?” Pero la hembra sabe perfectamente que, una vez pasado el enfado, dos miradas cómplices los llevarán de nuevo al mismo terreno. Y no piensa ser nada fácil.

La envidio mientras camina por la sala, sintiéndose la princesa del día. Llaman a embarcar a mi vuelo. Intento buscar su mirada, quiero que sepa que sé.
Imposible. Está enamorada.

Monday, September 07, 2009

Adultos


Cuando érais pequeños todo resultaba más sencillo. En el cole había quien te caía bien, quien te caía mal y punto. Las había que eran unas chulas, unas mentirosas, unas envidiosas, unas pelotas, unas creídas o incluso que olían mal. Con ésas no te juntabas. Luego estaban tus amigas, tus incondicionales, que te defendían hicieras lo que hicieras. Para encontrarlas simplemente tenías preguntar “¿Quieres ser mi amiga?” y sabías que la respuesta iba a ser honesta. Sin vuelta de hoja. Y si era que sí, ya tenías una amiga para toda la vida. De ésas con las que compartes bocadillos de chorizo con nocilla y costras en las rodillas. Ese sentimiento de atemporalidad no se recupera jamás.

En la universidad las posibilidades son también inmensas, aunque tal vez menos sinceras. Todos hambrientos de nuevas experiencias, con ganas de probar todo y a todos. Compartes borracheras, borotas, petas, apuntes, cafés y profesores impresentables. Y fluidos internos, con más de una o más de uno. Todo mezclado con el sentimiento de que os querréis para siempre. Y en cierto modo, no es del todo mentira.

Acabas la carrera aún con algo de hambre, y aterrizas en Londres, una ciudad en la que todo el mundo está de paso. Millones de gente joven peleando por conseguir unos ahorros y unas fotos que llevarse de la City. Toparte con otros inmigrantes es sencillo. Todos tenéis esa ansia de comunidad, de escuchar el sonido del móvil los sábados por la tarde, de hacer grupo con quien sea porque sin grupos no sabemos cómo vivir. Empiezas a utilizar la palabra “amigo” sin el menor rigor. De repente el compañero de trabajo, o de máster, o el chico éste que conociste en una fiesta y era “amigo” de un “amigo”, son tus “amigos”. Pero en las noches negras, en las que no puedes sustituir las memorias de costras en las rodillas por un conocido cualquiera, no tienes a nadie a quien llamar.

Y piensas que ya no somos niños, ni adolescentes. Que ya no estamos en la edad en la que hay que hacer amigos. La habilidad para ese tipo de tareas caduca como los dientes de leche o la píldora del día después.

Te acabas de convencer cuando te mudas a una ciudad que, esta vez, no está llena de gente de paso, sino de gente que ha vuelto de Londres, buscando el calor de sus amigos de siempre, cansado de conocidos y conversaciones rompe-hielos. A tu alrededor, todos vuelven a tocar su infancia. Los amigos han cambiado, y ellos también, pero compartieron bocadillos de nocilla, o de feta, y también se hicieron las mismas costras en las rodillas. Y eso es suficiente. A nadie le interesa volver a pasar por el ritual: un par de cafés, tal vez una fiesta, mensajes de móvil, ciertos intereses comunes. Demasiado esfuerzo. Que ya no es necesario: han vuelto a casa.

Bienvenido, pues, al mundo de los adultos.

Y que no se te olvide que ya no estás en edad de untar ganchitos en naranjada. Tus prioridades han cambiado. Ahora en los cumpleaños deberás beber vino civilizadamente, junto a tu pareja, y hablar de decoración. Sin peros, y aunque te mueras de ganas por oler de nuevo la incondicionalidad. Deberás aguantarte, y conformarte con amigos de mentira.
Si tienes suerte, contarás con un novio que te escucha. Así podréis compartir el mundo de los adultos:
UNA JODIDA ISLA DESIERTA