Saturday, June 07, 2008

Diosa en trono de plástico


Se acarician la cara simultáneamente, con una curiosidad que ni siquiera deja paso a la extrañeza. Y entonces sonríen, se miran con una solemnidad en los ojos que sólo es posible en la infancia y se echan a correr en pos de sus madres para contar su aventura. Medio entiendo a Konstantinos, balbuceando preguntas a Athiná en el griego a medio cocinar de sus tres años. Capto también alguna palabra en francés de su último descubrimiento en el mundo: Moussa, un descendiente de senegaleses de cuatro años que espera al autobús con su madre, en el otro extremo de la parada en la que estamos. Mi cuñada intenta explicarle a su hijo que el otro niño tiene la cara más oscura porque en su tierra hace mucho mucho sol. Konstantinos vuelve la cabeza, ojoplático, recorre la distancia que los separa en dos segundos y se lanza de nuevo a un ataque de miradas y caricias. Intercambio palabras con Awa, la madre de Moussa, conteniendo mis deseos de seguir los pasos de mi sobri y lanzarme también a un ataque de caricias.

Subimos los cinco al autobús, como grupo ya, sin ningún esfuerzo inútil por separar a los inseparables. Nos sentamos y Awa se convierte en el centro de las miradas de los jubilados griegos, desacostumbrados a la explosión de colores de sus vestidos y la espectacular belleza de su rostro y de su piel. Una niña se vuelve sobre el pecho de su madre, asustada, y al minuto se pone a llorar con ñoñería.
Awa sonríe con dignidad y vigila a su hijo, silenciosa, pretendiendo ignorar la atención que recibe. Es la efigie de una diosa onmisapiente. Hay algo de miedo y dolor en el emblor de su pecho, pero su mirada tiene la determinación feroz de una madre protectora. Seré para siempre su súbdita.

Bajamos del autobús y planto en el moflete de Konstantinos uno de los besos más largos que he dado nunca. Por lo bonito que ve el mundo.

Que no se le ensucien los ojos nunca.

Y que haya en el mundo más almas como la suya.

TERAPIA SOBRE RUEDAS



“Todo lo que ves en torno a ti, todo lo que creés que tenés, TODO …¡es de prestado!. Nos angustiamos con pavadas y ya está. Debés tener una pierna en cada barrio para apreciarlo, por eso, es triste. Si no, seguimos todos con el piloto automático“

La frase es de un taxista porteño y exterminó en un segundo el ataque de ansiedad que me galopaba ya en el esternón, hace una semana.

Como siempre, Buenos Aires me recibió con el ejército de filósofos sobre ruedas al que ya soy oficialmente adicta. Creo en la terapia de taxista. Ni corrientes cognitivas, ni Cypralex ni psiquiatras de £250 la hora. Cad vez que me noto que la presión de las negociaciones me desboca las hormonas, las neuronas y las lágrimas, cojo un taxi a donde sea. Desconecto la blackberry y suelto cuatro frases para que sepan que soy española. Esa condición en general les desata la lengua, y me hablan de historia, de política, de su luna de miel, de los problemas del campo o de sus hijos. O de la Argentina, con el dolor insano de amantes enamorados de una tierra caprichosa. Me río con ellos, o me angustio, respiro, y vuelvo al planeta tierra y a las cosas importantes, a menudo después de un cahete oral por preocuparme por pavadas.

Mi última terapia fue de camino al aeropuerto, con Héctor.

“Vivís en Londres? Qué bonito.”
“¿De verdad piensa usted que es bonito? Es gris y la gente es fría…”
“Nooooo, hombre, no. ¿Quién dice que el color gris es feo? Eso nos lo han metido en la pelota. La gente es educada, comedida, pero no fría. Es sólo que domestican mejor la pasión de debajo de la piel. No hay que decir que un sitio es mejor que otro, no, hay que tener una mente abierta, ver siempre la magia de las pequeñas cosas, los detalles”
“Ojalá todo el mundo pensara así. No habría guerras”
“Ja, ja. Qué bueno. Sí, la gente tiene que viajar, conocer, comer, absorber”
“Deberían obligar a todo el mundo a vivir al menos un año en cada continente, con otras familias y otros problemas, no cree? Así nos entenderíamos mucho mejor “
“Qué idea tan linda, de verdad que sí, que idea tan linda. Es usted muy agradable. La deseo muy buen viaje y una vida muy feliz.”

El viaje de bueno tuvo poco. Como siempre, fue largo, insomne y nervioso. Desventajas de haberle cogido miedo a los aviones.
A la vuelta, ya en la ciudad gris y domesticada, me esperaba otro taxista, inglés. Paul, según la hoja de identificación del asiento. Somnolienta, y sin recordar el cambio de coordenadas, intenté iniciar una conversación, necesitada de palabras que aliviaran mi cansancio. Paul me miraba de reojo y me regalaba algún monosílabo, notablemente incómodo. Welcome to London.
Al cansancio se le sumó enseguida la desesperación, la angustia por estar de vuelta en la tierra de los horrores. A puntito ya de rendirme al mal humor y ofuscarme en el silencio, me acordé de las palabras de Héctor y los ojos se me convirtieron en caleidoscopio. Al fondo estaba Paul, unas horas más tarde, acariciando a sus hijos, viendo la final de la Champions con sus amigotes y mirando goloso el escote de su mujer mientras le sirve la cena.

Domesticados, esto ingleses, (por lo menos antes de las primeras cinco pintas de cerveza), pero animales, al fin y al cabo.

Como todos.
Un brindis por los animales, los taxistas y los calidoscopios. Ea.