Se acarician la cara simultáneamente, con una curiosidad que ni siquiera deja paso a la extrañeza. Y entonces sonríen, se miran con una solemnidad en los ojos que sólo es posible en la infancia y se echan a correr en pos de sus madres para contar su aventura. Medio entiendo a Konstantinos, balbuceando preguntas a Athiná en el griego a medio cocinar de sus tres años. Capto también alguna palabra en francés de su último descubrimiento en el mundo: Moussa, un descendiente de senegaleses de cuatro años que espera al autobús con su madre, en el otro extremo de la parada en la que estamos. Mi cuñada intenta explicarle a su hijo que el otro niño tiene la cara más oscura porque en su tierra hace mucho mucho sol. Konstantinos vuelve la cabeza, ojoplático, recorre la distancia que los separa en dos segundos y se lanza de nuevo a un ataque de miradas y caricias. Intercambio palabras con Awa, la madre de Moussa, conteniendo mis deseos de seguir los pasos de mi sobri y lanzarme también a un ataque de caricias.
Subimos los cinco al autobús, como grupo ya, sin ningún esfuerzo inútil por separar a los inseparables. Nos sentamos y Awa se convierte en el centro de las miradas de los jubilados griegos, desacostumbrados a la explosión de colores de sus vestidos y la espectacular belleza de su rostro y de su piel. Una niña se vuelve sobre el pecho de su madre, asustada, y al minuto se pone a llorar con ñoñería.
Awa sonríe con dignidad y vigila a su hijo, silenciosa, pretendiendo ignorar la atención que recibe. Es la efigie de una diosa onmisapiente. Hay algo de miedo y dolor en el emblor de su pecho, pero su mirada tiene la determinación feroz de una madre protectora. Seré para siempre su súbdita.
Bajamos del autobús y planto en el moflete de Konstantinos uno de los besos más largos que he dado nunca. Por lo bonito que ve el mundo.
Que no se le ensucien los ojos nunca.
Y que haya en el mundo más almas como la suya.
Subimos los cinco al autobús, como grupo ya, sin ningún esfuerzo inútil por separar a los inseparables. Nos sentamos y Awa se convierte en el centro de las miradas de los jubilados griegos, desacostumbrados a la explosión de colores de sus vestidos y la espectacular belleza de su rostro y de su piel. Una niña se vuelve sobre el pecho de su madre, asustada, y al minuto se pone a llorar con ñoñería.
Awa sonríe con dignidad y vigila a su hijo, silenciosa, pretendiendo ignorar la atención que recibe. Es la efigie de una diosa onmisapiente. Hay algo de miedo y dolor en el emblor de su pecho, pero su mirada tiene la determinación feroz de una madre protectora. Seré para siempre su súbdita.
Bajamos del autobús y planto en el moflete de Konstantinos uno de los besos más largos que he dado nunca. Por lo bonito que ve el mundo.
Que no se le ensucien los ojos nunca.
Y que haya en el mundo más almas como la suya.