Caminábamos deprisa, desesperados, inercambiando alguna que otra palabra absurda, en busca de algún “off-licence” abierto que nos vendiera cerveza después de las 11. Cruzamos un puente de acero y un árbol desproporcionado nos paró en seco al llegar al final.
Nos quedamos allá, en silencio, olvidando al otro, y a las cervezas, y a las preguntas de nuestra piel, para rendir culto a LA belleza.
Desde entonces siempre que podemos nos escapamos a parques, bosques, arboretums (arboreta, si nos ponemos pedantes) y jardines. No conozco a nadie más en el mundo con mi extraña y sinceramente desproporcionada obsesión por los árboles –y las nubes, pero esa historia será contada en otra ocasión-. Es, de hecho, uno de los pegamentos que nos mantienen juntos cuando el resto de las razones se parten en pedazos.
Ayer decidimos celebrar el único día veraniego del verano en esta isla maldita y darnos un festín en Kew Gardens.
Recuperábamos poco a poco el habla, tras una mañana de frustración y puñetazos ante las noticias que nos llegaban de Atenas, cuando el sonido del móvil destruyó nuestros intentos de olvido.
La tragedia se cobraba una de las almas más puras del Peloponeso. Su viuda, atrapada en otra isla, aún no lo sabe. Sus hijos no se explican que no saliese del pueblo cuando recibió las órdenes de ser evacuado.
Murió de tristeza, me dice Nikos. Le dio un ataque al corazón cuando vio al fuego engullendo los árboles que había plantado, las paredes de la casa que él mismo había levantado, el jardín enel que había hincado la rodilla ante Argyró, hace 35 años, y le había tartamudeado que la quería como esposa.
Kew gardens se convirtió en hipocresía primer mundista, de pronto.
Corrimos a casa, nos torturamos con las fotos del apocalipsis heleno y lloramos por Xristos, por los otros 50.
Y por los árboles.
Por los árboles.
Requiecat In Pace.